miércoles, 11 de abril de 2018

LA DERIVA EN EDUCACIÓN


INTRO

Si bien es cierto que hay material más que suficiente para escribir un interesante post sobre cuál ha sido la deriva de la educación -con sus distintas teorías, escuelas, leyes y reformas- en las últimas décadas, este post no va sobre eso. No trata pues de la deriva de la educación a lo largo de la historia, sino de la deriva del individuo como herramienta formativa. La deriva en el tiempo y en el espacio. En la vida.

Cuando un barco va a la deriva se intuyen problemas. Lo mismo que cuando una persona va a la deriva: decimos que ha perdido el rumbo, está perdida. Es algo claramente negativo.


¿Y si no lo fuese tanto? O al menos, no del todo…


I. DERIVAR

Veamos, antes que nada, la definición de derivar. Encontramos dos acepciones principales:

1. Tener [una cosa] su origen en otra.
2. Desviar o desviarse [una cosa] hacia otro lado, cambiar su dirección.

Aparentemente, al menos desde el punto de vista semántico, no parece tan malo.  Suena a cambio, evolución…

Y nos damos cuenta, entonces, de que quizá esa connotación negativa venga de la idea de abandonar el camino marcado, previsto, establecido. De no seguir la línea recta. De “perder el tiempo”. De que todas nuestras acciones no se encaminen a un fin práctico y último. De que no respondan a la hoja de ruta acordada.


En su libro El Cisne Negro: El Impacto de lo Altamente Improbable, Nassim Nicholas Taleb explica que en nuestro mundo actual, interconectado, complejo y extremo, en el que la información circula a toda velocidad y en todas las direcciones, es cada vez más posible cruzarnos con un Cisne Negro en el camino. Y ese evento puede cambiar nuestra vida.

Antes del siglo XVII, los europeos no tenían ningún motivo para pensar que podía existir un cisne negro pues no había registros históricos de un cisne cuyas plumas no fueran blancas. Hasta que llegaron a Australia en 1697 y el descubrimiento de una sola ave con plumas negras acabó con siglos de evidencia empírica. Este hecho ilustra una grave limitación de nuestro aprendizaje a partir de la observación y la experiencia y, por ende, la fragilidad de nuestro conocimiento.

Hay muchas cosas que no somos capaces de predecir, pero que pueden cambiar nuestra vida por completo.

La idea central del libro es nuestra ceguera respecto a lo aleatorio. Lo sorprendente, según el autor, no es la magnitud de nuestros errores de predicción, sino la falta de consciencia que tenemos de los mismos. Pasamos gran parte de nuestra vida preocupados por el futuro, tratando de anticipar lo que sucederá, con el fin de proteger a nuestras familias y maximizar nuestras oportunidades. Pero la realidad es que fallamos una y otra vez.


En otro de sus artículos, Why I Do All This Walking or How Systems Become Fragile, Taleb habla de la necesidad para el ser humano de la presencia en nuestras vidas de estresores -situaciones puntuales desencadenantes de un alto nivel de estrés- como forma natural de comportamiento:

“Los organismos necesitan, usando la metáfora de Marco Aurelio, convertir los obstáculos en combustible…

…Y así somos, los humanos, tuvimos que ser diseñados para experimentar el hambre extrema y la extrema abundancia…

…Una persona que no haga frente a estos estresores, no sobrevivirá el día que se tope con ellos.”

Lo antinatural –dice- es la regularidad, que nos hace más frágiles y vulnerables ante las circunstancias imprevistas de la vida:

“La regularidad nos hace mucho más frágiles en todos los campos. Previniendo pequeños incendios forestales preparamos la tierra para otros mucho más extremos; distribuyendo antibióticos cuando no es estrictamente necesario nos hacemos mucho más vulnerables a epidemias más severas.”

Quizá, divagar no sea una pérdida de tiempo, sino una forma diferente de vivirlo, de dejarse llevar por lo aleatorio e imprevisto de nuestras vidas. De aceptar esa parte que no se puede controlar.


Harry R. Lewis -decano de Harvard- decía lo siguiente en su discurso de bienvenida (posteriormente publicado con el título de Slow Down: Getting More out of Harvard by Doing Less) a los recién ingresados alumnos de primero:

“Es posible que tengáis más posibilidades de éxito en lo referente a las cosas que serán más importantes para vosotros si entráis en Harvard con la mente abierta sobre las posibilidades disponibles ante vosotros, pero gradualmente empleáis más tiempo en menos cosas que descubrís que verdaderamente amáis…

… Las relaciones humanas que vais a forjar fuera de la rutina estructurada, con vuestros compañeros de habitación y amigos, pueden tener una influencia mayor en vuestra vida futura que el contenido de muchas de las asignaturas que vais a cursar…

… Por supuesto que os daremos notas y expedientes académicos como forma de atestiguar gran parte de lo que vais a hacer aquí, pero mucho de lo que conseguiréis, incluyendo muchas de las más importantes, gratificantes y formativas cosas que haréis, no quedarán registradas en ningún trozo de papel que os podáis llevar con vosotros, tan sólo como huellas en vuestra mente y vuestra alma.”

No deja de ser paradójico que una de las universidades más prestigiosas del mundo aliente a sus alumnos a no centrarse exclusivamente en sus estudios y a tener la mirada puesta en otras cosas (como los amigos o los hobbies) que, a la larga, pueden resultar más importantes para el futuro desarrollo de la persona. Aunque tampoco podemos descartar que haya un cierto interés por parte de la institución en maquillar un problema que vienen sufriendo las universidades de élite americanas en los últimos años… pero eso es otro tema.


II. VIAJAR

Como decía Ivan Illich,

“El conocimiento está en todas partes, de manera que no sólo la escuela nos puede educar, sino que todo nos puede provocar un aprendizaje.”

Para los discentes, la escuela es, en muchos casos, sinónimo de trabajo, de obligación, de incongruencias y, la mayor parte de las veces, de aburrimiento. Cuando se viaja, el concepto de aula se transforma y el proceso formativo se apoya en el Learning by Doing, o mejor dicho, en el Learning by Living. Aprender haciendo y viviendo.


Si aceptamos el papel educador fundamental que supone vivir en el mundo, en sociedad, entenderemos que ese agente educador será mucho más potente, más rico, cuanto más amplio sea el espectro y más extremos los contactos.

Viajar –y especialmente viajar solo y sin un plan trazado de antemano- permite desarrollar la capacidad resolutiva de forma segura y autónoma. El tema no pasa por educar de una forma blanda o rígida, sino de dotar de las herramientas y destrezas suficientes para tener la capacidad de enfrentar cualquier situación adversa en la vida.


Según Eva Millet,

“Ser feliz requiere carácter, y los hijos no sólo necesitan conocimientos académicos sino habilidades como son la valentía, la empatía y la curiosidad.”

Y qué mejor forma de adquirir dichas habilidades que viajando, perdiéndonos por el mundo, aceptando nuestra propia vulnerabilidad y encontrando respuestas inesperadas en lo que nos rodea y en nuestros semejantes.


III. CAMINAR

La unidad de ejecución más básica y sencilla de la deriva.

En palabras del filósofo José Sánchez Tortosa,

“Vagar sin rumbo es la materialización de la libertad, que sólo es posible como liberación de toda finalidad.”

Supone una forma nueva, diferente de experimentar el entorno: una manera distinta de relacionarse con la realidad.


Aparte de los indudables beneficios físicos que aporta caminar, existe una doble dimensión presente en este acto que va más allá de lo meramente físico. En primer lugar, el valor filosófico de pasear, que estimula nuestra capacidad de ensimismamiento y de reflexión. Y en segundo lugar, la necesidad de interrogarnos que sentimos mientras andamos, de sentirnos alejados de la corriente general. Caminar nos da libertad lo mismo que el pensamiento.


El paseante a la deriva por antonomasia es el flâneur de Baudelaire, mitificado e intelectualizado por Walter Benjamin. Este personaje recorre en solitario las calles de París, observando en silencio, sin establecer ningún tipo de vínculo o relación con nada ni con nadie. Existe una distancia entre observador y objeto observado, una actitud de extrañamiento ante el espectáculo urbano. El hábitat natural del flâneur es la ciudad, a diferencia del excursionista clásico que siente predilección por el campo y los espacios abiertos. Caminar y observar como forma de aprendizaje.

Según José Muñoz-Millanes -profesor de Literatura en la NYU-,

“Para potenciar la atención es necesario que el flâneur esté totalmente desocupado: que pasee sin prisas, sin rumbo fijo, sin destino u objetivo y que mire muy de cerca lo que le rodea. Yo asociaría la flânerie, más que con la ligereza, con la disponibilidad de la atención.”


Como contraposición a este deambular azaroso, Guy Debord -fundador de la Internacional Situacionista- elabora en 1956 la Teoría de la Deriva, encaminada a la creación de una ciencia: la Psicogeografía. El procedimiento consiste en la creación de desplazamientos transitorios de carácter urbano e industrial, desde los que el individuo vive una aventura a través de la vida diaria. Su atención se va a centrar en las emociones suscitadas por los distintos ambientes urbanos, más que con la funcionalidad de los mismos.

Citando al propio Debord:

“De esta manera, una forma de vida poco coherente, al igual que ciertas travesuras consideradas equívocas que han sido censuradas siempre en nuestro entorno, … manifestarían una vivencia más general, que no sería otra que la de la deriva.”


Tanto el deambular como práctica artística (en el caso del flâneur de Baudelaire y Benjamin) o como práctica intelectual (especialmente para los situacionistas franceses), viene íntimamente ligado a la ciudad, al contexto urbano y al concepto de psicogeografía. Se trata de la composición de un mapa sentimental, propio y único entre la persona y su entorno, generado a partir de las relaciones creadas entre ambos.  Se trata al fin y al cabo de un proceso de autoconocimiento, de creación de una geografía interna, propia y personal.


Similar aproximación utiliza el colectivo STALKER al recorrer las áreas marginales, los vacíos urbanos y los espacios abandonados de la periferia de Roma. Su interés se centra en los diferentes modos de percepción a través de acciones sobre el territorio. Entienden la acción de atravesar, como un acto creativo que permite establecer relaciones con la contradicción que suponen los espacios negativos de la ciudad construida: lo indefinido, lo intersticial, lo que no pertenece.


Como refiere Gloria Lapeña Gallego,

“Moverse a pie y sin seguir el trazado ideado por el urbanista supone escapar de la normalización y el control de la ciudad. Es por ello que adquieren un perfil subversivo que denuncia el conformismo, la estabilidad y la inclinación sedentaria de la sociedad de consumo.”

Podemos equiparar este modo de desplazarse por la ciudad con cómo nos movemos por la vida: podemos entenderla como un itinerario prefijado, decidido, en el que sólo podemos avanzar por las vías trazadas; o como una azarosa concatenación de situaciones y experiencias, cuyos desenlaces y consecuencias escapan –en la mayoría de los casos- de nuestro control. Nuestra predisposición cambia dependiendo del planteamiento.


Como dice Julio Llamazares en su artículo La mística del paseante:

“Caminar, en el contexto del mundo contemporáneo, podría suponer, al decir del francés David Le Breton, una forma de nostalgia o de resistencia, puesto que no deja de ser una pérdida de tiempo. Y perder el tiempo es un gran pecado, o cuanto menos una equivocación, en esta sociedad de urgencias y de disponibilidad absoluta para el trabajo o para los demás.”


OUTRO

¿Qué entendemos como proceso de formación de la persona? ¿Para qué sirve formarnos si no es para vivir de la manera más plena, coherente y lúcida posible? Se podría entender como el acto de ir asimilando conocimientos y experiencias, e ir incorporándolos a una estructura de valores. Una especie de puzzle incompleto, sin límites definidos y en constante cambio.

De este modo, a lo largo de su vida la persona irá encontrando piezas sueltas del puzzle para, más tarde, intentar encajarlas del mejor modo posible, para dar lugar a un todo coherente (de lo particular a lo general). Resalta así la importancia del proceso como operación generadora y de definición, son dos caminos que deben darse en paralelo: las vivencias como piezas que conforman una obra mayor (una estructura vital, un orden de valores), pero también –y al mismo tiempo- como herramienta que permite dar forma a la estructura compositiva de dicha obra; la trama en la que nuestras piezas irán encontrando su lugar, irán encajando.

Si nos inculcan un esquema general previamente diseñado, impuesto en cierta forma, podremos ir encajando las piezas, una a una, pero llegará el día en que algunas no encajen o al menos se produzcan fricciones incómodas entre algunas de ellas. Por no hablar de la ausencia de sentimiento de realización proveniente de la construcción por uno mismo (aunque sea de forma inconsciente) de esa obra de orden superior.


Debe existir la posibilidad de jugar con las piezas, de ir agrupándolas de pocas en pocas, formar grupúsculos. Después intentar juntar grupúsculos entre sí –o no-; los límites de contacto entre ellos cambiarán, algunas piezas pasarán de uno a otro, otras crecerán, otras, simplemente, desaparecerán. Todo esto sucederá de una forma natural, por puesta en práctica, por experiencia directa. Nos quedaremos con lo que nos valga e iremos desechando lo inútil o lo que no se adapte.

Se irá conformando la persona poco a poco, mediante el laborioso proceso continuo de contrastar y encajar todos esos pequeños elementos que son cada una de nuestras experiencias, vivencias, conocimientos, virtudes, defectos, sueños… En este proceso, cada una de esas uniones –que será tanto más fuerte como vínculos de relación tenga con su entorno- tendrá una lógica y un sentido propios para la persona.

Otra idea a tener en cuenta es que el puzzle siempre estará incompleto, inacabado. Siempre deberá estar abierto a mutación, a adaptación, a cambio. Las nuevas piezas que lleguen, deberán acomodarse, encontrar su sitio; por lo que todo lo existente previamente deberá también acomodarse, moverse, cambiar. Uno empieza a visualizar estas piezas, no ya como elementos geométricos rígidos, sino como elementos líquidos, plásticos, de límites permeables. Cada pieza parece así disponer, a su vez, de la capacidad de derivar, de migrar dentro de su propio universo.


A pesar de aceptar este carácter indefinido e incompleto, cada paso intermedio de este organismo tendrá sentido en sí mismo, será una herramienta útil en cada momento. Abandonamos así la idea de una estructura provisional, inútil hasta el momento de la consecución de un objetivo previamente marcado, una meta. Por el contrario, cada fase, cada etapa, es autónoma en sí misma; temporal pero definitiva y válida al mismo tiempo.

La construcción de esta estructura general a través de lo particular requiere tiempo y paciencia. Hace falta una vida. No se persiguen resultados; tampoco se evalúa, ni se puntúa, ni se marcan pautas o notas mínimas. No se espera encontrar la línea recta para llegar de A a B; ni siquiera se sabrá en muchos de los casos si realmente queremos llegar a B o si B existe. Tan sólo se trata de que cada persona sea capaz de desarrollarse, de formarse, de una manera autónoma, personal e independiente.

Siendo coherente con el contenido del post, lo que aquí se pretende dista de querer llegar a conclusión alguna. Sólo derivar y plantear dudas posibles.

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